martes, 10 de mayo de 2011

Sin domicilio


Cuando la noche se hace profunda y fría y los coches no se detienen ni ante la advertencia roja de los semáforos, es hora de apilar los diarios y desplegar la frazada con maestría aprendida. De modo que proteja la nariz -que siempre se hiela en el momento exacto en que la noche más noche se quiebra con el primer hilo de luz- y no deje los pies a la intemperie. A veces en el zaguán de un comercio. Otras en la plazoleta que todavía no está enrejada. O donde pinte.

Aunque quiera no puede ensayar un domicilio. De esta esquina o de aquel pilarcito de la vidriera lo corren invariablemente. Con la cortesía del insulto o la literalidad del sopapo. El documento que perdió en tanta mudanza está bien perdido: era una ficción. La casa de Granaderos en Villa Luzuriaga fue un espejismo de infancia que duró nada. Como su nombre. Como su filiación numérica de integración a una estructura en la que le tocó la esquina este, al fondo a la derecha del container. Residuos de los que van abajo. Lixiviado social.

Cuando se lo llevó la policía maldijo que fuera en noche de lluvia. Perdió los diarios y a la frazada se la habrá dormido otro, en noches sucesivas. Perdió la esquina, el domicilio, la identidad, el trapito de las changas. Es decir, todo su patrimonio. Enorme para el minuto siguiente. La nada misma para el engranaje sistémico que se lo tragó y lo vomitó en un calabozo por andar con drogas.

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Víctor Alderete fue uno de los interventores del PAMI menemista, usufructuario de la caja grande de los jubilados. La política era definitiva: el amontonamiento y la intemperie de viejos arrumbados por la tanta vida y la enfermedad, sin remedios ni cama de hospital ni casita donde descansar los huesos. Y los funcionarios orgiásticos, finalmente indigestados de fiesta, oro y champan.

Víctor Alderete tiene por lo menos 16 causas penales. Varias en condiciones de ir a juicio. Pero la Corte instaló un precedente: los hechos de administración fraudulenta deben juzgarse juntos si son de la misma persona. Entonces el megajuicio corre riesgo de caerse. El megajuicio que no devolvería la vida ni la dignidad a los viejos que ya fueron, pero al menos sería paño frío sobre el desasosiego.

Es que las causas empiezan a prescribir una por una. Y Víctor Alderete podrá entonces gozar en paz. En envidiable libertad. Con domicilio conocido, para que la Justicia lo notifique del sobreseimiento por prescripción y de que ahora sí, señor, usted puede estar tranquilo porque nadie le fastidiará su crucero a la serena felicidad.

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El -que no sólo perdió el domicilio sino también la identidad- maneja un trapito de color indefinible -alguna vez fue blanco y se volvió un topo inexpugnable- para changuear. Cuidacoches, repasavidrios -su patrimonio no llega a balde y cepillo- y atemorizador consuetudinario de conductores que lo identifican como la cara visible de la inseguridad que amenaza y violenta y mata.

La Justicia en la que cayó cuando cayó como una bolsa en el calabozo -donde Víctor Alderete jamás estuvo, por si es necesario aclararlo- decidió no concederle la libertad condicional. A la que sí han accedido asesinos, abusadores y delincuentes públicos que, en la más estricta objetividad jurídica, son saqueadores y homicidas. Su enriquecimiento ilegal murió de hambre a miles de niños. De enfermedad y de carencia a miles de viejos.

Sucede que el mayor problema que tiene la Justicia con los residuos sociales es que no tienen dónde notificarlos. El problema no es que él ?que encima ni siquiera anda con nombre- no tenga casa, no es que duerma en la calle, sino que no tiene un buzón donde el agente deje caer la notificación judicial.

Esa es la razón de la denegatoria de la libertad. No porque sea un peligro social, un carnicero inveterado, una cuchilla voraz en la panza de la ciudad. No. Es que no tiene casa. Y como es culpable de no tener casa es que se lo lleva preso. Como el Estado lo condena por no tener casa, lo confina en un calabozo hasta que pasen cuatro, cinco, seis años y en un juicio oscuro y anónimo lo dejen otra vez en la calle y en banda otra vez. Una vez más y mañana otra vez el Estado que lo abandona a la intemperie lo volverá a castigar cuando corresponda por la misma intemperie a la que lo condenó.

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La mayor parte de las investigaciones judiciales contra funcionarios corruptos pueden terminar sin castigo y sin botín recuperado. Según la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) en 2009 se iniciaron 207 causas por corrupción. Once elevadas a juicio. Apenas una condena.

Se trata de millones de dólares que se esfumaron. Privatizados en bolsillos y cuentas bancarias con números, apellidos, testaferros e islas tropicales, edenes tributarios sin justicia exasperante.

Millones de dólares que tenían otro destino original. Que podrían haber evitado las decenas de muertes cotidianas de niños, gran parte por causas evitables. Es decir, relacionadas con el hambre. Es decir, emparentadas de sangre con las cuentas bancarias y las torres en Puerto Madero de los funcionarios que aspiran, en poco tiempo, a la prescripción de sus causas y al crucero de su serena felicidad.

Catorce años logran que se demore la tramitación de las causas. Hasta que se caen por ser más antiguas que la condena prevista.

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Sin hollywoodenses estudios de abogados, solito con la Defensoría Oficial, el muchacho que no tiene nombre ni domicilio logró torcer el dictamen denegatorio de excarcelación surgido del despacho del juez federal Marcelo Martínez de Giorgi.

La Sala I de la Cámara Federal consideró que en ninguna parte la biblioteca judicial determina que no tener dirección postal es argumento para mantener en prisión a alguien cuyo delito sea excarcelable. Aunque ese alguien sea de descarte. Al borde del container en la vereda de la sociedad.

El “contexto económico social desventajoso” en que vive el joven no obedece a “un comportamiento deliberado”, dice el dictamen.”La privación de la libertad estaría reposando en una desafortunada y contingente vulnerabilidad social, que sólo contribuiría a incrementarla, y que desacertadamente posiciona al imputado frente al deber de justificar una realidad material no elegida”.

En estos días volverá a la calle. Sin nada. Porque de hecho la justicia confiscó sus bienes: los diarios se empaparon y la frazada quién sabe. Otros, con domicilio legal e ilegal, con techo propio e impropio, jamás conocerán el calabozo donde la justicia -con la que comparten clase- nunca los depositaría.

Porque, como los cerdos de Orwell, todos somos iguales pero algunos somos más iguales que otros.

Habrá que ponerle un trapito de cuidacoches en los ojos a la Justicia. Porque hace tiempo que pierde la venda. Y las piedras son cada vez más filosas en el sendero de los que andan descalzos.

Por Silvana Melo (APe).-

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