martes, 10 de mayo de 2011

Iguales, no clónicos

La igualdad está de moda. Proyectos de ley que la intentan sancionar, movimientos igualitarios desde el feminismo, antirracismo, libertad religiosa o de educación, y un largo etcétera patrocinan la no discriminación por razón de sexo, raza o religión.

Una tendencia que quiere acabar con siglos de injusticias y sobre todo con una imposición cultural que ha condicionado históricamente con las absurdas tesis de que el hombre es superior a la mujer o que la raza blanca está por encima de la negra, y en España que un católico deba ser privilegiado sobre un protestante, un judío o un musulmán.

Pero ¿somos realmente iguales? Esta es la gran pregunta que subyace a todas las demás. Cuentan que el célebre sastre Pool, que vestía al príncipe de Gales, más tarde Eduardo VI, rabiaba por asistir a un baile de palacio. El príncipe, hombre bondadoso, le invitó por fin a uno de ellos. Cuando la fiesta se hallaba en todo su apogeo, el futuro monarca se acercó al sastre y le preguntó: “¿Qué te parece el baile?” “Pchss, no está mal, pero hay gentes de todas las clases”. Entonces el príncipe de Gales le replicó con otra pregunta: “¿Qué pasa? ¿Querrías que todos fuesen sastres?”

El verdadero fundamento de la igualdad, sobre el que ha de basarse la ley y nuestra relación con los demás, es la común condición humana. Pero no en pretender que seamos clónicos, que no haya peculiaridades en los diferentes sexos, características de raza, o aptitudes y cualidades diferenciadas, como por ejemplo para correr, escribir, componer música, gobernar, comerciar o construir aviones.

Otro factor de desigualdad es el estudio y el trabajo, la capacidad de desarrollar los talentos de cada uno. Es cierto que, cuando durante mucho tiempo la discriminación ha oprimido a un sector de la sociedad, puede ser lícita y hasta conveniente la discriminación positiva, para equilibrar una injusticia de siglos, como en el caso de la mujer. Lo que me parece absurdo es que esas medidas coarten la libertad de los ciudadanos y su progreso. Por ejemplo, en el caso de que entre un ministro y una ministra se discrimine por su sexualidad, independientemente de las cualidades para ejercer su cargo en aras del bien común.

Sin embargo las mujeres siguen siendo las más perjudicadas en momentos de crisis económica, continúan persistiendo desigualdades en el acceso al mercado laboral y en las condiciones de trabajo: de media, las mujeres cobran un 17,5% menos que los hombres por el desempeño del mismo trabajo en la Unión Europea, y solo constituyen un tercio de los autónomos. Además las mujeres están aún infra-representadas en puestos de decisión económica y política: encarnan solo un 12% de los miembros de los consejos de administración de las principales empresas europeas, mientras que la media de presencia femenina en los Gobiernos nacionales de la Unión Europea se sitúa en el 26%.

Si nos preguntamos por la igualdad social, solo la situación del reparto de la riqueza y la marginación de los países empobrecidos basta para concluir que en este planeta en derechos fundamentales como son la alimentación, la vivienda, la salud y la educación aquí hay seres humanos de primera, segunda y sobre todo de tercera. Es verdad que eso requiere medidas más ambiciosas de carácter estructural y global, que esa tremenda lacra no se soluciona con una nueva ley de igualdad. Pero no deja de ser la más prioritaria. Quizás por eso es lúcida la frase de Gabriel García Márquez: “Un hombre solo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo cuando ha de ayudarle a levantarse”. Somos iguales, es cierto, aunque cada ser humano es único e irrepetible. Quizás por eso en castellano le llamamos “semejante”.

Pedro Miguel Lamet

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